Era su escondite, su refugio. Cada atardecer se enorgullecía de haber iluminado la isla, haber transmitido su energía, hecho florecer la selva, calentado las aguas y dorado la arena.
Lo hacía cambiando la tonalidad. A días se despedía con rojos y naranjas de fuego. Otros, se apoderaba de él la delicadeza y se decantaba por rosados y malvas. Los había incluso que desprendían blancos.
Pero nunca vi atardeceres más hermosos que los de aquella isla; su isla.