Nos gustaba ver atardecer en aquella playa.
Nadie sabía aún de su existencia.
Como las vírgenes, estaba rodeada de vegetación, con arena dorada por los últimos rayos y conchas sobresaliendo en ella.
Corríamos descalzos a sumergirnos entre las olas y espumas, contemplando esos rojizos e intensos amarillos que iban perdiendo fuerza y que nos regalaban un juego de luces con el mar.
Su energía caía, pero llenaba la nuestra de sensaciones de libertad.
Su tiempo acababa, pero diluía el nuestro, lo detenía,
sabiendo que volveríamos a asistir a nuevas y grandiosas ceremonias, testigos de la historia.