EL CABALLITO DEL TIOVIVO
Todas las niñas y niños querían montar en él. En cuanto abrían el paso, se lanzaban a elegirlo. Y no era ni porque fuera el más grande, ni el más bonito; bueno, había algo en él que sí le hacía bonito y especial. Era ese aire a caballo en libertad, aunque fuera de madera. Guardaba un secreto. Cada tarde, cuando habían ya cerrado el tiovivo y no había nadie, se soltaba de la barra a la que estaba unido y comenzaba a galopar. Galopaba sin rumbo, con las crines al viento y relinchaba. Lo hacía tan fuerte que todo el mundo lo oía, pero no sabían de dónde venía. Y siempre volvía. Por la mañana, ahí estaba él, reluciente de nuevo; porque si había algo que le emocionaba era ver las caras de los pequeños al contemplar el carrusel. Sentir sus manitas acariciándole y escuchar la música, mientras él les llevaba por aventuras de fantasía.