Mi atracción por estos testigos silenciosos, que son los faros, me condujo a él.
Agosto era el mes perfecto para ir a recorrer algunos de los más bellos, los más espectaculares, pero también aquellos que tuvieran historia o leyendas.
Siempre me había fascinado la grandeza del que se erigió en la Isla de Pharos, en Alejandría; el Coloso de Rodas, con su antorcha de fuego alzada por su brazo derecho, ambos, maravillas del mundo antiguo; la Lágrima del Diablo de Western Heights o, más cercano, nuestra Torre de Hércules.
Sin saber decir muy bien porqué, las Baleares fueron mi destino. Allí encontré uno precioso entre un paisaje que parecía lunar; rodeándolo, una banda en espiral negra que abrazaba su estructura blanca y le daba un aspecto único. Pero fue no lejos de allí donde reposaba este, sobre acantilados, barrancos y calas. Bien conservado aunque ya en desuso, poseía un encanto especial. Lo llamaban “El Faro de Evágora”, por una de las Nereidas, ninfas del Mediterráneo. Siglos atrás, decían, había sido ella la que con su canto y estela salvó la vida a un marinero una noche de gran tormenta. Este, agradecido, lo construyó y habitó esperando volver a verla. Contaron que cada año hasta su muerte, al atardecer del solsticio de verano, delfines se acercaban al faro y al amanecer, corales rojos y blancos eran arrastrados hasta la orilla cercana por la espuma del mar.