Aquel verano decidió volver al lugar donde pasaba los de su infancia.
Se perdió en el bosque de pinos y eucaliptos buscando algún vestigio de la que fue su refugio, la cabaña del árbol.
No tendría más de diez años, a lo sumo doce cuando la construyó. Eligió el más robusto y frondoso; quizá fuese centenario. Destacaba entre el resto. Era el perfecto para esconderse entre sus ramas y erigir en él la guarida, a la que solo tendrían acceso los elegidos.
Dibujando unos planos con lápiz y papel y visualizándola ya en su mente ingeniera, reunió la madera necesaria para ponerse a ello. No le llevó más de una semana y allí estaba por fin, a casi diez metros de altura; a la que se accedía a través de una cuerda, la misma que le había servido para subir los materiales ahora le daba paso a sus momentos; esos de los que hace tiempo disfrutó y a los que ahora regresaba.