Era el Rey del Día. Su presencia iluminaba campos, mares, provocaba sonrisas, incluso podíamos decir, una sensación de felicidad. Generaba simpatías, resaltaba los azules del cielo, los verdes de los bosques y el colorido de las flores. Todo era luz y calor.
A ella le gustaba la oscuridad, el frío de la noche, la soledad. Esa soledad elegida, que favorece el pensamiento, el sosiego, la calma. No soportaba el ruido, ni el bullicio. Era dada a lo selecto, pero desde la sencillez.
Existencias diametralmente opuestas destinadas a encontrarse.
Condiciones especiales que hicieron coincidir al Sol con la Luna. Fusionaron en un encuentro que no dejaron ver al resto.
Ella absorbía su fuerza y Él se daba, tomando de Ella su paz, y se dejaba llevar.
Fenómenos dispares, imposibles de explicar.
No permitieron a nadie presenciar lo que ocurrió.
Y el Sol volvió a su día.
Ella en la noche quedó.