Allí estaban los dos amantes, convertidos en Encinas. Robustas, majestuosas; con sus troncos siempre mirándose y con ganas de abrazarse, pero de nuevo ocultando su fuerte unión bajo tierra.
Rozaban sus ramas y hojas y con sus frutos se acariciaban.
De vez en cuando, un bello caballo galopaba a su alrededor. Fiel enviado de Epona atestiguaba que juntos por fin estaban, juntos por fin seguían y ahora sí, por siglos seguro que sería.