MI AMIGO EL CISNE

¡Qué bonito era! Tan blanco, tan elegante, pero siempre estaba solo y triste. Cada vez que íbamos al parque, yo lo notaba.
Empecé a llevarle pienso. Quería hacerme amigo suyo para alegrarle un poco y que notara que podía contar conmigo.
Al principio desconfiaba, intentaba acercarse pero no se atrevía, hasta que me miró a los ojos y rápido conectamos.
Todas las tardes, al salir del colegio pedía a mi madre volver a casa por el camino del parque. Aunque solo fuera un ratito, iba con él y le contaba cómo me había ido, qué me pasaba, lo que había hecho… Era un cisne y yo un niño, pero nos entendíamos.
Lo que yo no comprendía era que le tuvieran allí encerrado y encima sin más como él… Él también necesitaba cariño, que le quisieran. Yo lo hacía y en cuanto llegaba, venía rápido, incluso algunos días enroscaba su largo cuello entre el mío y en más de una ocasión sentí un ligero picoteo muy suave en mi mejilla o en mi cabeza, a modo de beso.
Una mañana de un día festivo de primavera, fui a ver a mi amigo, el cisne. Se acercó veloz y tieso, pero sobre todo,  muy contento. No estaba solo. Como si fuera a presentarme a su nueva compañera, la condujo hacia mí.
Dieron vueltas y más vueltas a mi lado hasta que juntos les ví alejarse por ese estanque que en aquel instante me pareció dorado.