En aquella pequeña plaza se ponía la castañera. Todos los otoños volvía a su rinconcillo. Niños y mayores deseaban acercarse a por cucuruchos que ella siempre, con una sonrisa, llenaba.
Con su delantal, guantes de lana negros y bien arrimada al fogón pasaba las frías y oscuras tardes que se volvían noches y así hasta acabar el invierno.
Ese olor, esa neblina creada a su alrededor la convertían en personaje de cuento que con sus castañas templaba manos, estómagos y también corazones.
Su abuela había sido castañera, después sus padres y ahora era la pequeña quien la observaba sentada en una caja, pegada a su falda. «¿Ves cada una de ellas?» Le decía «Recuerda que cuando llega el frío, aquí debemos estar. Son estos corazoncitos calientes los que consiguen entonar los suyos».