Oculta en un bosque de robles, olmos con musgo cubriendo sus troncos y diversas especies de helechos, se esconde la Cascada. Un lugar asombroso, de naturaleza seductora.
A lo largo de siglos, quienes la descubrieron, allí se asentaron. Cerca descansan las ruinas de un castillo, de un monasterio y hasta de un molino. Nos lleva a imaginar historias de señores y princesas, de monjes y parejas que encontraban refugio tras ella.
De intensa fuerza y cristalina, ahora son nutrias, salamandras y pececillos quienes bañan en sus aguas. Azores, halcones y búhos reales sobrevuelan su parte alta.
Somos pocos quienes conocemos dónde está. Caminamos por las grandes piedras que en el río conducen a ella. Al llegar, sentimos su frescor, nos zambullimos en su base y, gozando como críos, traspasamos su torrente. Nos lanzamos a sentirla mientras los rayos de luz que se cuelan entre ramas, la iluminan; también a nosotros.
Su hechizo nos llama y como cientos de años atrás ocurría, acudimos y a él sucumbimos.